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dijous, 12 de novembre del 2015

Aurora Bernárdez i Julio Cortázar a Santiago


Trobo aquest text guardat d'algun article de diari; no sé d'on, ni de quan. Però no em puc estar de penjar-lo. Busco una foto de la parella; no sé d'on, ni de quan. Però no em puc estar de penjar-la.


Misterioso encuentro en Santiago
En 1956 Aurora Bernárdez viajó a Galicia con Julio Cortázar, su marido. En este texto inédito y póstumo cuenta aquella visita



[...]

Pero en Santiago no llovía y hasta había sol, y nos metimos en el mejor hotel, o casi, pues después descubrimos el Hostal de los Reyes Católicos, donde de todas maneras no hubiésemos ido, pues supongo que es preciso lucir por lo menos el emblema de Falange para que a uno lo dejen entrar. Era casi un poco pretencioso, casi demasiado bello allí, al costado de la explanada de piedra, haciéndose orgullosamente a un lado, como un gran duque que es, de nacimiento, más viejo, más pura sangre que el rey, ese rey que dominaba entre los santos un poco pintarrajeados como por los chicos en lo alto del portal. Pero allí llegamos más tarde, después de dejar las valijas en el cuarto con dos grandes ventanas y espesas cortinas rojas de felpa (y sigue la felpa, pero esta vez pulcra y casi nueva). Y de mirar el gran baño blanco, sin olor, sin huellas de anteriores pasajeros. Subimos por la calle del General Franco, y doblamos en seguida a la plaza del Toural y a la rúa del Villar.

Empezaba la Santiago de las tarjetas postales, con sus grandes losas grises húmedas, sus portales oscuros, y el gallego sonando dulcemente en mi oído, y yo que me sentía tan conmovida, tan cerca de mis raíces, de mi padre, de mi casa. Naturalmente, antes que nada hay que ver la catedral. Y donde hay una catedral de siete siglos, no hay modo de perder el camino, todas las calles conducen a ella. Es el centro de la rosa, el corazón del alcaucil, el eje de la rueda. Antes la fe, ahora la arqueología o el aburrimiento (que es el otro nombre del turismo) conducen a ella. Por suerte llegamos modestamente, acercándonos a su costado, como si supiéramos que a esas grandes presencias no se puede acceder de frente, pues hay que recibir el golpe esquivándolo, arrimándose a las paredes, mirándolas de soslayo y un poco como quien se distrae con las vitrinas de los plateros y las santerías, con la vida de santa Olalla y el salero en forma de pote gallego y el cenicero que es la concha de Santiago. Así, como disimulando, y para que no se nos vea llorar y no tengamos que caer impúdicamente de rodillas porque el milagro está allí funcionando siempre sin las colas de lisiados de Lourdes. Sin las fotos de niñas estigmatizadas en L’Epoca o La Domenica del Corriere. Sigue allí funcionando para nosotros, incrédulos por miedo, por flojera, por vanidad. Por suerte no todos, pero esto queda para más adelante.

[...]

Subimos lentamente la escalera y nos llovió entonces desde lo alto del portal, esa lluvia fragmentada de belleza que es el puzzle del pórtico de las Platerías. Puzzle donde nadie se ha ocupado de juntar exactamente las piezas, pero que por esa ley evidente que rige en todas las ruinas (esa ley del orden en la destrucción de la creación de nuevos valores en el desmoronamiento que habría que pensar despacio, si hubiera tiempo y ganas de pensar), daba por resultado una belleza más pura, como natural, como nacida de la piedra misma que brotara, no como en un jardín, sino en un bosque donde las ramas crecen hermosamente como quieren, sin ocuparse de la simetría de los senderos, ni de las distintas alturas de los macizos. Aquello no había sido pensado por nadie, se había pensado solo y había crecido con su ritmo particular, personal, interno. A mí me fascinaba separar las piezas del puzzle, cada una de ellas en otro perfecto organismo que respiraba solo y por su cuenta, sin quitar sin embargo el aire a los demás. Y cantaba en una polifonía perfecta, bajo la dirección del tañedor de arpa infatigable que recibe a la derecha a quienes se le arrimen.

Yo tenía ganas de salir de allí y echar un vistazo a la ciudad. Y además tenía hambre, hambre de pulpo, de sardinas asadas, sabores de mi infancia de banquetes familiares en largos patios argentinos sombreados de parras; y además sabores míticos: los centollos, las enormes merluzas gallegas de que hablaba mi padre con esa nostalgia pura y sentimental que nos une a los primeros sabores, la misma que despertaba en mí el olor dulce y tierno de la harina lacteada que comía a los dos años. Nostalgia más que de un sabor, de un sentimiento de paz, de armonía, de seguridad que perdimos muy poco después al ingresar en el bife con puré, al abandonar los pañales por la bombacha casi adulta. Pero ¿cómo hablar de estas mezclas de sabores y sentimientos cuando ya lo hizo Proust y nada más se puede añadir?

Encontramos todo: las sardinas, los centollos, la merluza. Y yo los comí pensando en mi padre, comulgando con él a través de estas marinas y profanas especies, con sus pobres huesos inmóviles ya tan lejos de allí en una profunda bóveda de la Chacarita donde nada puede descender.  


Text d'Aurora Bernárdez, publicat a El País, 2015

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